miércoles, 17 de julio de 2013

Verano del 78.

Y por sorpresa, y por ritual, vino la enfermedad. El no dormir por las noches, el escribir a todas horas, el hablarme tanto a mí misma, insultarme y consolarme, llamarte e ignorarte. Vinieron las inseguridades, el autoengañarme, rasgar fotos y fotografiar recuerdos, echar al fuego las horas, pintarte en mil canciones, recordar y odiarte, odiarte y recordar. Vinieron las fiebres, las alucinaciones, las ganas de no moverse y de escapar de un mundo tan amargo. Llegó la soledad espinosa, y la gente que hablaba sin parar, los ojos vacíos, las miradas perdidas, las palabras desgastadas, vinieron los días eternos, las noches estrelladas, las lunas ahogadas en el mar, los libros y sus hojas amarillas. Lluvia, lluvia de verano. Gotas de fiebre, y náuseas de tinta. Y de verte tanto, de recrearte y dibujarte, desapareciste. Se acabaron los partidos de fútbol, las pantallas gigantes, las películas siniestras, la muchedumbre con patatas, las manos saladas, las alarmas reveladoras. Desapareciste en la nada. Y pasaste de ser mi universo a no poder hablarte, a oír tu voz, tu risa, a ver tu cara, a oler tu casa. Desapareciste y ya no te he vuelto a encontrar. Te borré con tanta fuerza que te escapaste hasta de ti mismo, y ni tú te encuentras.

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