miércoles, 9 de noviembre de 2016

Fragmento de la historia que inventé sobre Julia, Isabel y su muerte.

"(...) Mi hermana tenía 28 años, había estudiado un año de historia del arte pero dejó la mayoría de asignaturas y se adentró en el misterio de la noche. Se fue a vivir sola al casco antiguo de la ciudad y se pasaba los días pintando rostros desconocidos y vagando por los túneles de la clandestinidad colérica. Su gran pasión era la pintura, los antros y los santos. Su habitación era una jungla de desorden con las paredes llenas de ojos y expresiones sin nombre, las estanterías rebosaban figuritas y estampas de diversos mártires, el suelo era una paleta de colores y colillas.
Su vida dormía debajo del puente que une el satanismo y la consagración.
Irónicamente, su gran amor era Jesús, un profesor de la universidad que se movía entre la erudición y el nihilismo radical. Un joven con el pelo largo, los ojos desorientados y la facha de un ex convicto superdotado era el centro de su inspiración y la culminación de todos sus delirios.

Jesús, Jesús Oliver: el beato, el bienaventurado, el venerable, el justo...
y junto a los demás santos de su devoción, en la capilla sixtina de la desidia, se encontraba un flemático Jesús dormido en un sofá que flotaba en un océano de margaritas.

Isabel, Isabel Nada: pálida, ojos azules, pelo oscuro, risa floral, espíritu aterrador, mirada trágica y una personalidad atrayente y desbordante, domadora de un pincel mugriento que trazaba un mundo de ideales.
(...) Ella le quería tanto... y yo fui mala pensando que en mis acciones podría vivir algo de lo que dejó su muerte dentro de mí.

Jesús Oliver, Jesús, Jesús, Jesús... me encontró en la barra, bajo el segundo foco, perpendicular a la luz que aventuraba el profundo túnel de la noche y el ruego. Tomamos una copa color cobre, el líquido rajó mi lengua como una espada y luego ascendió hasta sus ojos azules ya envueltos en dos cerezas cristalinas. Jesús, tan cambiante y despreocupado... Llegamos enfilados al apartamento tras un largo paseo por su sonrisa de farola fundida, de farlopa acabada, y con los dientes jadeantes de nitrito de amilo subimos por las escaleras de piano hasta la jaula de su conciencia.
Jesús, ahora el desafiante, el traidor se soltó la coleta, sacó unas tijeras, se cortó un bucle de su cabello de hojarasca y junto a un mechón extraído desde el centro de mi remordimiento fabricó el pincel de la redención paradisíaca. Los ruidos de una alimaña salvaje retumbaban por las paredes de su habitación y de mi cabeza, incesantes como una nevera que no deja de sonar o una cafetera escandalosa, una bestia cruel vaciaba sus tripas vomitando unos bramidos insoportables. El animal, una especie de rocín torpe y enfadado, se mostraba a través de diversos flashes en cada centímetro del papel pintado, sus gritos galopaban a gran velocidad a través de las grietas de las baldosas blancas y negras. Jesús extendió una sábana amarillenta sobre suelo tratando de tapar el desorden del arrepentimiento, y pintó toda la madrugada. Mientras mis babas somnolientas sombreaban la inspiración ambarina, las lágrimas de Jesús delinearon toda su historia. Nuestros fluidos fueron la tinta perfecta para un cuadro de renuncias y de calvario. Así, el profesor Oliver, el beato, el mártir, el bondadoso, elaborando con maña y con pericia su propia corona de espinas, cada noche a la misma hora, sacaba una de sus púas, liberaba al caballo y se pinchaba toda la noche.


La penitencia de Jesús encontraba su razón de ser en el arte y en los excesos;  los dos caminos milagrosos que siempre terminaban con la cara de Isabel en el fondo de la botella. Con el arte, Isabel siempre pintaba cada escena memorable, cada palabra esencial extraída de los libros sagrados, cada gesto que despertase en ella algo de compasión, que la reconciliase con la vida, cada acción de los santos que tanto la conmovían... Los excesos por otro lado, le servían para eliminar los restos de pintura de la ropa."