Nació una niña
con trenzas en el desierto sangrante de Isabel. Se metió un puñado de arena en
la boca y saboreando así todas las raíces del mundo, aprendió a hablar todos
los idiomas existentes pero siempre estaba en silencio. A veces escribía en un
papel la respuesta de alguna pregunta tediosa, siempre con monosílabos. Dicen
que cada vez que aprendes una lengua, se te ensancha la visión del mundo.
Adela, hija de la arena caliente decía que no tenía nombre y que hablar le
arrancaba el sentimiento.
Se sentaba
junto a las plantas para dialogar en silencio sobre el impacto del hombre en la
naturaleza. Se tumbaba rodeada de libros
porque entendía mejor que nadie el
lenguaje de los muertos.
Adela montaba
siempre a caballo para que el animal la llevase al vértice de su historia.
Adela siempre
escuchaba la música del pueblo porque los tambores le adelantaban el devenir
del futuro, le confesaban el movimiento impredecible de la tierra.
Adela siempre
se acostaba bajo la lluvia porque oía los secretos de las más antiguas
civilizaciones bañadas por el mismo agua, azotadas por el mismo viento,
saqueadas por los mismos tiranos, quemadas por las mismas llamas. El agua le
descubría su rencor y lo bajaba a la tierra a través de su pequeño dedo mojado
sobre el barro “los humanos... los humanos... los humanos...”
Adela siempre
silbaba, piaba a los pájaros y miraba a todas las personas de frente.
La niña iba
hilando en sus cabellos todos los enigmas, el misterio se retorcía entre sus
trenzas. Sus manos negras y sus trapos andrajosos guardaban los secretos de
las fuerzas superiores, las revelaciones de los ancianos, los avisos de los
niños que caminaban hacia el futuro y las confidencias de los más villanos.
Una noche
intentando rescatar el núcleo de las desesperaciones humanas, se entregó a los
interrogantes de la multitud. Los rayos del cielo apretaban sus pies contra el
suelo y los árboles le cortaban el paso con sus caídas infernales... Adela iba
a hablar por fin con la humanidad, iba a calmar su demanda y a denunciar el
germen de su vileza.
No todos
quieren oír la verdad, no todos están dispuestos a escuchar el grito de la
creación contra la destrucción. El pueblo despertó en una muchedumbre de
preguntas y secretas ambiciones. La información es valiosa, lo valioso vale oro
y el oro siempre incendia el tiempo que nos queda.
Adela se acercó
a las llamas del campanario de su pueblo, se introdujo en sus entrañas
rabiosas, y metiéndose un puñado de cenizas en la boca volvió a la cuna, volvió
al vientre de su madre, volvió al punto de salida, a los orígenes, al término,
al principio.
Lo único humano
que quedó entre los escombros fueron unas trenzas negras arrasadas de verdades.
Así nació y
murió la hija que jamás volverá a tener Isabel.