"(...) Mi hermana
tenía 28 años, había estudiado un año de historia del arte pero dejó la mayoría
de asignaturas y se adentró en el misterio de la noche. Se fue a vivir sola al
casco antiguo de la ciudad y se pasaba los días pintando rostros desconocidos y
vagando por los túneles de la clandestinidad colérica. Su gran pasión era la
pintura, los antros y los santos. Su habitación era una jungla de desorden con
las paredes llenas de ojos y expresiones sin nombre, las estanterías rebosaban
figuritas y estampas de diversos mártires, el suelo era una paleta de colores y
colillas.
Su vida dormía
debajo del puente que une el satanismo y la consagración.
Irónicamente,
su gran amor era Jesús, un profesor de la universidad que se movía entre la
erudición y el nihilismo radical. Un joven con el pelo largo, los ojos
desorientados y la facha de un ex convicto superdotado era el centro de su
inspiración y la culminación de todos sus delirios.
Jesús, Jesús Oliver: el beato, el bienaventurado, el venerable, el
justo...
y junto a los demás santos de su devoción, en la capilla sixtina de la
desidia, se encontraba un flemático Jesús dormido en un sofá que flotaba en un
océano de margaritas.
(...) Ella le quería tanto... y yo fui mala pensando que en mis acciones podría vivir algo de lo que dejó su muerte dentro de mí.
Jesús Oliver,
Jesús, Jesús, Jesús... me encontró en la barra, bajo el segundo foco,
perpendicular a la luz que aventuraba el profundo túnel de la noche y el ruego.
Tomamos una copa color cobre, el líquido rajó mi lengua como una espada y luego
ascendió hasta sus ojos azules ya envueltos en dos cerezas cristalinas. Jesús,
tan cambiante y despreocupado... Llegamos enfilados al apartamento tras un
largo paseo por su sonrisa de farola fundida, de farlopa acabada, y con los
dientes jadeantes de nitrito de amilo subimos por las escaleras de piano hasta
la jaula de su conciencia.
Jesús, ahora el
desafiante, el traidor se soltó la coleta, sacó unas tijeras, se cortó un bucle
de su cabello de hojarasca y junto a un mechón extraído desde el centro de mi
remordimiento fabricó el pincel de la redención paradisíaca. Los ruidos de una
alimaña salvaje retumbaban por las paredes de su habitación y de mi cabeza,
incesantes como una nevera que no deja de sonar o una cafetera escandalosa, una
bestia cruel vaciaba sus tripas vomitando unos bramidos insoportables. El
animal, una especie de rocín torpe y enfadado, se mostraba a través de diversos
flashes en cada centímetro del papel pintado, sus gritos galopaban a gran
velocidad a través de las grietas de las baldosas blancas y negras. Jesús
extendió una sábana amarillenta sobre suelo tratando de tapar el desorden del
arrepentimiento, y pintó toda la madrugada. Mientras mis babas somnolientas
sombreaban la inspiración ambarina, las lágrimas de Jesús delinearon toda su
historia. Nuestros fluidos fueron la tinta perfecta para un cuadro de renuncias
y de calvario. Así, el profesor Oliver, el beato, el mártir, el bondadoso,
elaborando con maña y con pericia su propia corona de espinas, cada noche a la
misma hora, sacaba una de sus púas, liberaba al caballo y se pinchaba toda la
noche.
La penitencia
de Jesús encontraba su razón de ser en el arte y en los excesos; los dos caminos milagrosos que siempre
terminaban con la cara de Isabel en el fondo de la botella. Con el arte, Isabel
siempre pintaba cada escena memorable, cada palabra esencial extraída de los
libros sagrados, cada gesto que despertase en ella algo de compasión, que la
reconciliase con la vida, cada acción de los santos que tanto la conmovían...
Los excesos por otro lado, le servían para eliminar los restos de pintura de la
ropa."